¿Acaso la política es el ámbito del deseo individual para obtener un bien material o espiritual, que de alguna forma modifique –se entiende que para bien- sus condiciones de vida? ¿O quizás es el resultado de la transformación individual o colectiva del mundo para satisfacer sus necesidades? El querer y el hacer se ven identificados así en un único afán que aparece ligado al individuo como su expresión política, y ésta parece más convincente cuando los dos verbos se conjugan en plural; es decir queremos y hacemos estarían expresando el espacio en el cual la política se da. No obstante, si bien la relación que los seres humanos establecen entre la satisfacción de sus necesidades y la transformación del mundo para obtener tal fin es una parte importante de su condición, no la agota y peor aun la define en la esfera de la política. Al decir de Hannah Arendt, “la acción y el discurso necesitan la presencia de otros no menos que la fabricación requiere la presencia de la naturaleza para su material y de un mundo en el que colocar el producto acabado”.
La polis griega, más que una delimitación física y temporal, define un espacio en el que las personas se expresan y actúan juntas incluso sin importar dónde estén; el fuego sagrado que traslada el espíritu de la polis en su despliegue colonizador simboliza la existencia de los ciudadanos griegos en un espacio compartido por individuos que se encuentran entre sí a través del discurso y la acción. Si bien Aristóteles recuerda a Hipódamo de Mileto como autor de una teoría política, e inventor de la división regular de la ciudad, en realidad fue más un modelador de la forma física y normativa de la ciudad como escenario de la acción de los ciudadanos, es decir, de la política (“Atenas no era la polis, sino los atenienses”). En la ciudad-estado, el trazado de sus límites físicos, tanto como como la definición de su estructura legal, identificaban al arquitecto y al jurista en una misma categoría, la de hacer; situación que, tomada por las modernas formas de gobierno y sus programas de ejecución, termina confundiendo el ejercicio de la administración con la acción de los integrantes de la comunidad, y poniendo en igualdad de condiciones a todos los “hacedores” de la gestión ya sea como ejecutores o mandantes de la misma; desvirtuando también allí el concepto de igualdad, que no puede ser entendida como el resultado de un conjunto de objetivos que se cumplen en la ejecución de un programa, sino como un principio o una afirmación. Planes y programas de gobierno, en sus distintos niveles, que si bien pueden contener las promesas de quienes aspiran a conseguir el encargo de ejecutarlos, tampoco son, en si, la esencia de la política. Realizaciones encaminadas a mejorar las condiciones de vida de las personas en modo alguno pueden entenderse como la consecución de un principio igualitario, ya que es en la “inseparabilidad del cuerpo y de la idea” que los seres humanos pueden asumirse iguales y trabajar en sus consecuencias. Campo de la política.
La identificación de la historia de Estado (cualquiera fuese su particularidad) con la historia de la política, que no diferencia la complejidad de las expresiones sociales y la diversidad de sus compromisos con la forma de conducir esos acuerdos y organizar las instituciones que los administren, ha agotado sus efectos. Y, de igual forma que la identificación de Estado y política no va más, toda presentación estatal de la verdad sólo ha devenido en un ruinoso descalabro que trata de someter a las conciencias por medio de la propaganda.
La paradójica relación de medios y fines, que instrumentaliza la acción y degrada la política –ya sea en nombre de la protección de los buenos gobiernos en la Antigüedad, de la salvación de las almas en la Edad Media o de la productividad y el progreso en la Época Moderna- corresponde al campo de acción estatal y al manejo del poder, y no necesariamente a la actividad libre del pensamiento en tanto, como afirma Alan Badiu, “la infinidad de situaciones, donde se juega el destino en pensamiento de lo colectivo, no es conmensurable ni con la autoridad de la regla, ni con la de una parte, o la de un Partido”.
Pese a la fragilidad e inseguridad que representa la política, al ser expresión y resultado de la acción humana, se la puede identificar siempre con el inicio de nuevos procesos y con rupturas que la enfrentan tanto con el orden antiguo como con la novedad que anuncian, cuyos resultados han sido incontrolables. No todo hecho o evento relevante en la historia lleva ese potencial en sí, el acontecimiento se presenta como el quiebre de toda continuidad y lleva implícito el origen de toda verdad. El acontecimiento, no obstante que es impredecible, requiere de un compromiso con esa verdad y un quehacer con sus consecuencias, aun cuando los resultados sean siempre inciertos o abiertos a su propio devenir. Una política conducida por una disciplina inmanente, no trascendente, es decir resultado de un trabajo interior, jamás de una obediencia exterior, que debe ser inventada y no se corresponde a ninguna lógica inmutable.
Varios siglos duró la construcción de la época moderna y el advenimiento del mundo moderno trajo de su mano la “capacidad” humana de destruirlo; éste es un tiempo de acontecimientos y su vertiginosa sucesión mostrará el sentido del mundo que se avecina.
Luis López López